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El ego y la ilusión
(Primera parte)
No somos lo que creemos ser. Cegados por nuestra imaginación, nos valoramos demasiado, nos mentimos. Nos mentimos siempre, en cada instante, todo el día, toda nuestra vida. Hay que detenerse interiormente y observar, observar sin tomar partido, aceptando por un tiempo esa idea de la mentira. Entonces, tal vez, veremos que somos algo diferente de lo que creíamos ser.
Puedo tener momentos de real tranquilidad, de silencio, en los que me abro a otras dimensiones, a otro mundo. Lo que no veo es que fuera de esos momentos soy presa de la violencia, es decir del conflicto, de las contradicciones. Y al descubrir nuevas posibilidades en mí, necesito conocer de qué está hecho el fondo de una parte de mi naturaleza, de ver que no es algo extraño que puede apartarse cuando uno quiera, sino que es lo que soy y que no puedo ser de otra manera. Ese egoísmo feroz soy yo; es necesario que tome conciencia de la necesidad de un contacto directo con esa acción egoísta que no cesa de aislarme y dividirme. Todo lo que hago surge de esa acción. Para verlo, debo observarme sin la intención de ninguna imagen, entrar en contacto íntimo y real conmigo mismo.
¿Por qué tenemos una necesidad imperiosa de realizarnos?
Un impulso profundo está en juego: el miedo fundamental de no ser, el miedo del aislamiento total, del vacío, de la soledad. Nuestra mente ha creado esa soledad, con sus pensamientos autoprotectores y egocéntricos como: «yo», y «lo mío»… mi nombre, mi familia, mi profesión, mis cualidades…. pero en el fondo nos sentimos vacíos y solos, tenemos una vida que es estrecha y superficial. Emocionalmente estamos hambrientos e intelectualmente estamos repetitivos. Todo el tiempo tratamos de llenar ese vacío. Ya que nuestro yo pequeño del día a día es una fuente de dolor, queremos, consciente o inconscientemente, perdernos en una excitación individual o colectiva, o en alguna forma de experiencia sensorial. Todo en nuestra vida: las diversiones, los libros, la comida, la bebida, el sexo, nos alimenta a buscar estímulos en diferentes niveles. Nos deleitamos con esto y buscamos un estado de felicidad en mantener un placer donde nos sea posible escapar de ese yo. Todo el tiempo nuestras mentes están cautivadas en evadirse, en desear ser completamente absorbidas por algo, cautivadas por una creencia, una esperanza, un amor, un trabajo. La evasión se ha vuelto más importante que la verdad que nos afrontamos.
Mientras giramos alrededor de estos intereses mezquinos, nuestra mente estrecha minimiza los retos de la vida, interpretándolos con su comprensión limitada. En consecuencia nuestra vida sufre de una falta de sentimientos intensos, envueltos dentro de una falta de pasión. Esto es un problema. Con una verdadera pasión en el fondo de nosotros mismos nos hacemos sumamente sensibles a la vida: la pobreza, la riqueza, la belleza, la naturaleza…. a todo. Nos concierne la posibilidad que nos ofrece la vida en la cooperación y en la relación. Sin pasión la vida es vacía, carece de sentido. Si uno no siente profundamente la belleza de la vida, el desafío que significa, entonces ella no tienen ningún sentido. Uno funciona mecánicamente. Sin embargo, esa pasión no es una devoción ni un sentimentalismo. Tan pronto la pasión tiene un motivo o toma partido y se vuelve placer o dolor. La pasión que necesitamos es la pasión del SER.
La mayoría de nosotros no amamos ni somos amados. Tenemos muy poco amor en nuestros corazones y por eso es que lo suplicamos o lo buscamos en sucedáneos. Nuestro estado habitual es negativo, todas nuestras acciones son reacciones. De hecho no sabemos lo que es un sentimiento positivo, lo que es amar. Mi yo, mi ego, está siempre cogido por lo que me agrada o me desagrada, lo que me gusta o no me gusta. Siempre quiere recibir, ser amado, y eso me empuja a buscar lo que es el amor. Doy para recibir. Puede ser la generosidad de la mente, del yo, pero no es la generosidad del corazón. Amo con mi yo, con mi ego, no con mi corazón. Profundamente ese yo siempre está en conflicto con el otro y rehúsa compartir. Vivir sin amor es vivir una contradicción perpetua, es el rechazo de lo real, de lo que es. Sin ese sentimiento, uno nunca puede encontrar la verdad y toda relación humana es dolorosa.
Si no me conozco totalmente, mi mente y mi corazón, mi dolor y mi avidez, no puedo vivir el presente. Lo que debo de explorar no está más allá del ser, sino en todo el proceso de su propia conciencia. Ésa es la base misma a partir de la cual pienso y siento. Mi pensamiento tiene sed de continuidad, de permanencia. De allí viene el yo, el ego, y ése es el origen del miedo, del miedo a perder, a sufrir. Si no conozco mi inconsciente no comprenderé el miedo y toda mi búsqueda en mi miso estará falseada. No habrá amor y mi único interés será el de asegurar la continuidad del yo, incluso después de la muerte.
¿Es posible hacer que aparezca una calidad de la mente que sea siempre nueva, que no cree hábitos de pensamiento ni se aferre a creencia alguna?
Para eso debemos comprender la totalidad de la conciencia con la que vivimos. Ella funciona dentro de un marco que hay que romper para liberarla. Lo que buscamos e el estado de una mente que dicen: «yo no sé». Es imposible examinar lo que no conocemos si no vaciamos la mente de todo lo que sabemos. Lo importante es ver que las palabras, las ideas, me vuelven esclavo de fórmulas y de conceptos. Mientras continue atrapado a la conciencia del Ego, no tendré la sutileza que exige una exploración real. Si no comprendo esto, mi observación seguirá basada sobre formas, sobre lo que conozco, y no será vivificada por el YO.
Debemos comprender el miedo en nuestra vida. Mientras la conciencia total no haya liberado al miedo no podremos avanzar, ya que el miedo se opone a toda búsqueda. El miedo surge solo en el momento en que el pensamiento se fija sobre el pasado y el futuro. Si nuestra atención está en el pensamiento actio, pensar en el ayer o el mañana es una falta de atención y la falta de atención genera el miedo. Cuando reunimos toda nuestra atención, el miedo no existe. En este estado de plena atención, vemos que no sabemos, que no podemos responder. Si queremos penetrar profundamente en nosotros mismos y ver lo que hay allí y más allá, no debemos de tener ningún miedo, de ningún tipo: ni del fracaso, ni del sufrimiento y menos aún, de la muerte.
La muerte la hemos considerado siempre en función de una supervivencia, la supervivencia de lo conocido. Queremos una continuidad de la vida como una cadena o un movimiento perpetuo. Pero esa supervivencia solo es la supervivencia de lo conocido. Queremos una continuidad sin habernos preguntado nunca cuál es el origen de ese deseo, de esta cadena, de ese movimiento perpetuo. Ese origen no es otro que el pensamiento. Es por el pensamiento que me identifico con mi familia, mi casa, mis….. Pero ese sentido de la duración que proyecta el pensamiento en la conciencia es hueco. Cuando nos damos cuenta claramente de esto, podemos intervenir con el pensamiento allí donde es necesario de una manera lógica y sana, sin desviaciones sentimentales, sin la ambición de afirmarnos, de ser o de convertirnos en alguien. Entonces uno sabe lo que quiere decir vivir el presente. Es morir instante tras instante. Y eso permite conocerse, porque al no tener más miedo uno no tiene ilusión.
Necesitamos ver que no hay «pensador», que ese yo imaginario que piensa «yo» y lo «mío» es solo una ilusión. Para llegar a recibir la verdad, todas las ilusiones deben disiparse, incluidas las ilusiones que están detrás de nuestros deseos de placer y detrás de satisfacción. Solo en ese punto podemos ver de qué están hechas nuestras luchas, nuestras ambiciones, nuestros sufrimientos. Solo en ese punto podemos ver a través de ellos y llegar a un estado libre de contradicciones, libre de conflictos, en el que podemos experimentar el amor. Lo que importa es vivir ese vacío donde lo mío es abandonado. Gracias a dicho abandono surge la pasión de ser, más allá del pensamiento y de la emoción; una llamada que destruye todo lo falso. Esa energía permite a la mente entrar en lo desconocido.
Para comprenderse a sí misma, la mente debe estar completamente inmóvil, sin ninguna ilusión. Entonces podemos ver con fluidez la insignificancia del yo. La mirada misma lo disuelve en una inmensidad más allá de toda medida. Entonces el tiempo como uno piensa no existe. No hay tiempo, solo el momento del presente. Sin embargo, vivir en el presente se basta a si mismo. En cada momento se muere, se vive, se ama, se es. Libres del miedo y la ilusión, momento tras momento, morimos a lo conocido para entrar en lo desconocido.